11 mayo 2015

Garcés (publicado en Cuentos del Presidio)

Vuelvo a compartir mi cuento Garcés (integrante del volumen colectivo Cuentos del Presidio -publicado en 2014-, que estuvo en el stand de Tierra del Fuego en esta Feria del Libro), e incluyo la bella ilustración que para él realizó Agustín Alessio.


Garcés*

—¿Pero el laburo te gusta o no?
—Sí, me gusta …
—Entonces no entiendo por qué te ponés así.
Para ganar tiempo me cebo un mate y lo tomo despacio. No tengo ganas de explicarle tanto. La vocecita interna me putea “boludo, boludo” por haber dejado salir la bronca delante de él. Especulo con que se aburra de esperar mi respuesta y salga con otra cosa, pero no puedo engañarme: cualquiera que lo conoce sabe que le sobran paciencia y tozudez.
—No importa, dejá —intento—. Se me va a pasar.
—Ah, claro… Sí, ahora que lo decís se ve que se te va pasando.
No sé por qué al tío Jorge le aguanto que se ponga irónico, a otro lo mandaría a la mierda. Tengo que mirarlo. Sonríe.
—Nada, es que me están hinchando las pelotas con una boludez.
—¿Quién?
—Visniky.
—¿Quién es? ¿El chocolatín nevado? —se ríe.
—Mi jefe. El editor —me resigno y le cuento—. Se le metió en la cabeza que Néstor no está muerto, que por eso el cajón estaba cerrado, me tiró no sé cuántas razones que justifican que anda por ahí escondido o que se operó la jeta para cambiársela, y me mandó a investigar a mí. Ahora lo tengo que tener al tanto de los “avances”. Es un pelotudo.
—Bueno, pero mirá si descubrís algo —chupa la bombilla tres veces y hace ruido con fuerza—. Te hacés famoso.
—Si descubro algo la nota la escribe él y me tira un maní para que vuelva contento a la jaula.
—Qué generoso.
—Mirá si voy a descubrir algo de este delirio —rumio.
—No sería el primer muerto que no está muerto —me contesta.
Me podría haber sonado como una frase cualquiera, es así en el primer instante, pero un no sé qué me dice que no acaba de decir una frase cualquiera. Y enseguida agrega “No sería para nada el primero acá, y menos si hablamos de muertos importantes”, y veo un brillito particular en sus ojos.
—¿Yabrán?
—Dije muertos importantes, no poderosos, ¿sabés la diferencia? —se burla, provocándome.
El mate ya es agua tibia con un fantasma de gusto a pasto. Me levanto para vaciarlo y ponerle yerba nueva. Él se entusiasma con la perspectiva de otro termo completo y un buen rato más de charla. Estoy frito.
—Yo hablé con el muerto más importante de Argentina —dice.
Tal vez no me convenga, pero pregunto con quién.
—Ah, no. Si querés, te la cuento bien la historia.
Se queda callado hasta que vuelvo con el termo y el mate a la mesa. Abro la cortina para que entre un poco de luz. Ahí afuera está la ciudad, pero las tardes de domingo este barrio no jode. “Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires” escribió Walsh en ese cuento que aprendí a envidiarle en mi primer taller de periodismo. Con la misma facilidad puedo odiarla de lunes a viernes en pleno centro, y reconciliarme el sábado en la plaza Almagro (a pesar de las horribles rejas grises), o escuchando música en un bar noctámbulo que también es librería.
Me siento. El tío Jorge acomoda el cuerpo para hacer lo que más le gusta, hablar.

—Esto pasó en el 71. Me acuerdo bien porque nos reunimos la noche después del sorteo de la colimba. Yo era uno de los que festejaba el número bajo; nos tocaba invitar a los demás, para consolarlos. El petiso Ardóñez eligió un bar, que ya no existe, cerca de su casa en Montserrat. Era amigo de uno de los mozos. No sé por qué todavía me acuerdo que se llamaba León. A mí me motivó el lugar para pedir ginebra. Entre joda y joda tomamos un montón. Unos estaban más acostumbrados, otros menos, pero al final nos terminamos mamando todos.
—¿Y el muerto? —lo interrumpo.
—Esperá, si lo cuento, lo cuento como corresponde —dice adelantando el dedo índice, que apunta al techo. Intenta una solemnidad que él sabe inverosímil.
—Bueno, dale.
—Nos empezamos a burlar de la otra gente que estaba ahí. Entre nosotros, sin que se escucharan más que las risotadas porque aquél tenía cara de bañadera, porque la tipa que estaba con uno de anteojos usaba un sombrerito horrible, por la nariz de chancho del de la caja. Dicen que los jóvenes de antes éramos más adultos que los de ahora: mentira, la estupidez presuntuosa de una banda de pendejos con botellas no tiene época.
»Fue Cassini el que descubrió al viejo. Tendría ochenta, ochenta y pico, esa edad en la que ya no se tiene edad. Larga melena blanca, tupida y sucia como la barba. Desde la frente hasta el mentón, una cicatriz rígida le cortaba el semblante. Estaba más en pedo que todos nosotros juntos. Cassini se puso a imitarle el bamboleo del cuerpo, amagando que se caía y dándose la cabeza contra la mesa. Nuestras carcajadas lo exaltaron y siguió, más exagerado y señalando al viejo cada vez que paraba a festejar su mofa. Él en algún momento lo miró, pero no sé si se dio por aludido.
»León se acercó y nos dijo que no lo jodiéramos mucho, que era manso pero estaba loco como un chivo. Cuando el petiso le preguntó, contó que andaba seguido por ahí y medio lo habían adoptado. “Es nuestro loquito” dijo. Se veía que le tenía lástima. Un par de veces, muy borracho, el viejo le había dicho que era Gardel. Nos cagamos de risa.
»Cassini se entusiasmó. Fue hasta la barra, pidió una botella y se fue a sentar con el viejo mientras le juraba a León que no tenía de qué preocuparse. Varios fuimos arrimando las sillas. “Tome, amigazo, cortesía de los muchachos” decía, y le llenaba el vaso. El tipo agradecía con un gesto, y se lo bajaba de un tirón. Cassini le daba charla, y el otro de a poco le contestaba. Como podía. Yo no dejaba de mirar la cicatriz, tan honda que a su lado las arrugas de toda la cara parecían plieguecitos miserables, y temía que en cualquier momento se doblara y vomitara los litros que tenía encima, o peor, que se quedara seco ahí mismo, pero las risas de todos me contagiaban. Él agradecía y chupaba, contestaba y chupaba. “Acá dicen que usted fue cantor” le soltó de pronto Cassini. “Ya que compartimos la bebida, yo le pido que nos cante algo, alguna cosita de su época”. El hombre titubeó. Cassini le agarró el vaso, lo llenó, pero esta vez lo retuvo y se puso a mirarlo, esperando. Él estiró un poco la mano; Cassini retiró la suya con el vaso. Entonces el viejo, de a poco, muy bajito, se puso a cantar.
—Pará, pará, tío —estallo—. Si ahora me vas a venir con que la voz era la de Gardel me estás tomando por más boludo de lo que soy.
—Yo no te vengo con nada, yo te cuento lo que pasó —dice, y está serio—. Y si no querés, no te cuento más y listo.
—Está bien, seguí —acepto. A mi pesar, quiero escucharlo.
—La voz no era la de Gardel, tarado. Ni empezaron a sonar en el aire las guitarras ásperas de los discos y el ruido a púa.
—Bueno, ya sé, no te calentés.
—La voz era la de un viejo remamado —dice, y me tranquilizo porque veo que se vuelve a enganchar con su historia—, pero el timbre era mucho más agudo que cuando hablaba. Arrancó a cantar “Mi noche triste” por el final, eso de “la guitarra en el ropero todavía está colgada”, y todos nos matamos de risa porque se le trababa la lengua entre las sílabas, y la boca parecía atada por la cicatriz. “Tomá, loco boludo” le dijo Cassini. “¿Vos decís que sos Gardel? Terminá de empedarte, viejo forro, haceme el favor”. Nos fuimos levantando entre carcajadas, juntamos la plata para pagar y yo se la di a León. Fui el último en salir, y miré para el lado del viejo. Lo vi congelado delante del vaso vacío. Me pareció que debajo del ojo el surco de la cicatriz estaba mojado.
»Cuando llegué a casa me sentí mal, y no era sólo por la borrachera. Me desperté tarde al otro día, y le pregunté a mi mamá por los discos de mi viejo. Tu abuelo había sido fanático del tango, y tenía una colección enorme, que ella había archivado en un placard cuando él murió. Busqué hasta que encontré “Mi noche triste” por Gardel. Me acuerdo que la etiqueta del centro era azul, y decía Odeón. Lo escuché diez veces, y cada vez que llegaba la parte de la guitarra y el ropero me pasaba algo, una inquietud que no te podría contar con palabras.
—¿Se parecía a como la cantó el viejo? —lo interrumpo.
—Sí y no. Te dije que no sé cómo explicarlo.
—Bueno, che —digo—. Pero no por eso me vas a andar diciendo que hablaste con un muerto.
—Ese día no. Hablé con él después.
No puedo creer nada de lo que me dice, o de lo que imagino que va a decir, aunque siento que no me está jodiendo, que está convencido. Debería preocuparme porque empiece a chiflarse. Pero es más fuerte la curiosidad:
—¿Volviste a verlo?
—Fui al bar. Le pregunté a León, pero no podía decirme cuándo encontrarlo. El tipo iba y venía, aparecía varias veces en la semana, pero a veces pasaban días sin que lo vieran. Lo único regular era que siempre llegaba después de oscurecer. También me dijo que la noche anterior se había ido peor que nunca. No sólo porque había tomado diez veces más que siempre. Me di cuenta del reproche, pero no le contesté.
»Las noches siguientes pasé por el bar. Desde la vereda me fijaba si veía al viejo. Daba unas vueltas y volvía a mirar; después me iba para casa. Con los discos del abuelo había cajas llenas de fotos, recortes de diarios y revistas, libros. Una era completa de Gardel. Me puse a ver todo. La estúpida pelea por el lugar de nacimiento, la relación con Razzano, con Le Pera, con las minas, las giras, Europa, Broadway, el accidente del avión. Comparaba sus fotos de joven y de grande, estudiaba los cambios, y trataba de extrapolar esa transformación treinta y pico de años para acá. Los discos no los escuchaba. Te va a parecer tonto, pero no le aguanto que cambie la n por la r al cantar.
—“Cuardo” yo te vuelva a ver —me río.
Él enciende un pucho, deja resonar la tapa del encendedor al cerrarse y aspira largo la primera bocanada. Me gusta verlo. Imitando al tío Jorge aprendí a fumar, por su culpa aprendí a fumar, y me cuesta un huevo dejarlo.
—Exacto —retoma—. Y así varios días. Leía, pasaba por el bar, volvía a leer otro poco. Ni yo podía entender lo que me obsesionaba. Hasta que una noche lo vi entrar, justo cuando yo llegaba por la vereda. León me miró apenas pasé la puerta. Me acerqué y le prometí que no iba a hacer quilombo, que quería disculparme con el viejo. Eso era cierto. León era un entrerriano con cara de buenazo, pero hizo un gesto severo, como advirtiéndome que no iba a aceptar otro escándalo. “El otro día prometieron lo mismo”. Yo lo palmeé y fui despacio hasta la mesa. “Disculpe, ¿me puedo sentar un momento?” le dije mientras lo hacía. Me miró como si la pregunta no tuviera sentido. Tenía olor a vino, a vino viejo, pero no parecía borracho. “Vine a pedirle disculpas” agregué en seguida, “¿me acepta que le invite un café?”. Se quedó un rato como estudiándome. Con la mano un poco temblorosa se tocó la cicatriz sobre la ceja, como si ahí pudiera encontrar con más claridad lo que pensaba en ese momento. “Yo tomo caña” fue lo que respondió finalmente. “Ningún problema” le dije, y me di vuelta alzando el brazo. “Una caña para el señor y un café para mí, por favor”. Mientras León nos dejaba las cosas en la mesa, sentí su mirada como una mano en el hombro que apretaba lo suficiente para que sirviera de aviso. Apenas se fue le repetí al viejo: “Vine a pedirle disculpas”. Al revés que el otro día, el vaso lo levantó despacio y fue saboreando de a poquito.
»Yo esperaba que me dijera algo, cualquier cosa, que me puteara, pero él se tomaba tiempo y se tomaba la caña como si yo no estuviera. “Estuvimos muy mal la otra noche. Fue una falta de respeto” lo tanteé. Él volvió a tocarse la cicatriz, y después se tironeó del bigote y de la barba, siempre mirando el vaso. “Vos eras uno de esos” dijo al fin. “Sí”. “Y viniste a pedirme disculpas”. “Sí”. “Pero no viniste sólo a pedirme disculpas”, y levantó la vista. “No” reconocí. Dio un trago más, hasta vaciar el vaso, y se quedó un rato sosteniéndolo en alto hasta que la última gota cayó en la boca. “Le invito otra”. “Bueno”.
»Cuando la segunda caña estuvo en la mesa, los dos persistíamos en el silencio. Esperé que tomara otro poco. “León dice que usted es Gardel” solté. “No” dijo sin inmutarse, “lo que te debe haber contado es que yo le dije que era Gardel”. “¿Y quién es usted?” le pregunté, y por la forma en que me miró debe haber notado mi desconfianza.
»Pero antes de responderme tomó otro sorbo. “Si te contesto” dijo, “es nada más porque ya no me acuerdo de la última vez que alguien me pidió perdón y me dijo señor”. Le agradecí, y le repetí la pregunta del modo más amable que me salió. “Yo soy Garcés” dijo. “Romualdo Garcés”. “¿Entonces no es Gardel? ¿No es Gardel usted?” insistí. “Te falta mucho lenguaje me parece, pibe. Yo nunca le dije a León que soy Gardel, yo le dije que era Gardel, que no es lo mismo. Soy Romualdo Garcés, era Carlos Gardel. ¿Entendés?”.
»No sé qué esperaba que me contestara. Me estaba enredando en juegos de palabras con un borracho loco, y no podía levantarme e irme así nomás. Lo cierto es que no había pensado qué hacer si el viejo me decía que era Gardel.
—Y qué ibas a hacer —le digo, y le saco un cigarrillo del paquete—, nada, te enredaste en una sanata increíble.
—¿Ves? Justamente es lo que me dijo después el viejo.
—¿Qué cosa?
—Cuando me vio aturdido, el viejo me dijo que me iba a contar la verdad, total nadie me iba a creer. Exactamente así me lo dijo: “Yo te cuento la verdad, total a vos nadie te la va a creer”. “O sea que usted dice que es, bueno, que era Gardel”. “Sí”. “Pero Gardel murió”. “Claro” me respondió, y otra vez me quedé mirándolo sin saber cómo seguir.
»“Sos medio lerdo, che” me dijo entonces. “Yo, Garcés, estoy vivo; Gardel está muerto” y dio otro sorbo. “Pero me doy cuenta que si seguimos así no te voy a terminar pudiendo contar nada, o no vas a entender nada, así que te lo cuento fácil aunque no sea lo mismo; no me queda más remedio que hacértela fácil”. “Gracias” le dije como un imbécil. “Andá pidiendo otra cañita para ganar tiempo”.
»No sé si pasará siempre con esta gente cuando alguien les da bola. El tipo a medida que iba hablando parecía ponerse más sobrio, aunque seguía tomando. “Pero en realidad no es tan difícil, al contrario” fue encontrando de a poco las palabras. “La cuestión es, simplemente, que yo decidí que Gardel se tenía que morir. Era el momento”. “¿Por qué?” le pregunté. “Cuando yo era chico alguien me contó la historia de Troya. La madre de Aquiles, que era una diosa y se llamaba, se llamaba, bueno no me acuerdo cómo se llamaba pero no importa, era una diosa y cuando se están reuniendo los ejércitos para la guerra le dice que puede elegir quedarse en Grecia, no combatir, y así tendrá una familia, hijos, nietos, será anciano y terminará sus días como un hombre común. Si decide ir a Troya lo espera la muerte, pero su nombre será recordado por generaciones y generaciones. Aquiles por supuesto elige la muerte que le va a dar fama, que lo va a hacer leyenda. ¿Conocés la historia?”. “Sí, más o menos” le contesté. “Tendrías que leerla, es un clásico, che. Bueno, pero lo importante es eso. ¿Te das cuenta, no?”. “¿Qué?”. “Que para ser leyenda hay que morirse joven. Y Gardel, yo, digamos, tenía cuarenta y cinco años. Tirando a pasadito de edad, ¿entendés? Ya se me estaba yendo la oportunidad. Así que planeé mi muerte”. Se cruzó de brazos y me miró, satisfecho. “¿Entonces usted qué es, un fantasma?” me salió.
—¿En serio le preguntaste eso? —le digo, y no me río porque veo la cara que pone.
—Ya sé, fue una pelotudez —se ofusca—, pero es lo que me pasó, qué querés. No me gusta acordarme, el viejo me verdugueó ahí mismo. “¿Vos sos boludo?” me dijo. “Decime, si vas a ser leyenda pero no te vas a enterar porque estás muerto de verdad, ¿qué gracia tiene?” preguntó. “Ninguna gracia tiene” se respondió; “la cosa es estar ahí para saber qué se dice, en quién te van convirtiendo. Si Aquiles supiera cómo la hice yo, se daría cuenta que fue un gil”. La verdad que no me gustaba mucho que el borracho patético se estuviera transformando en este tipo sobrador, pero hablaba y no me nacía otra cosa sino preguntarle.
»Le objeté que hubo cuerpos quemados, que uno era el cuerpo de Gardel, que ese cuerpo tenía una chapita con el nombre y la dirección. “Estuviste estudiando, veo” me contestó, “y me querés tomar lección”. “¿De quién era ese cuerpo entonces?” lo apuré. “¿Tenés un cigarrillo?” dijo él.
»Busqué en los bolsillos de la campera. Le di uno y le repetí la pregunta. “Ahora tengo un montón de imitadores, tengo dobles. Algunos son muy buenos. En esa época también los tenía. En el último instante hicimos el cambio. Yo no subí al avión. ¿Fuego tenés?”. El encendedor no lo encontraba. Me pasó el cigarrillo. El temblequeo de la mano contrastaba con la determinación de la voz. “Conseguime fuego, haceme el favor” dijo. Fui a pedirle a León y volví con el pucho encendido. No necesitó que le preguntara para seguir. “La excusa para los que viajaban fue que me quedaba para una cita con una mina, una mina casada con un tipo muy importante, y que yo después viajaba de incógnito y los alcanzaba”. “¿Y cómo sabía que el avión se iba a caer?” casi lo desafié. “¿Leíste que entre los restos se encontró un arma?” me respondió, y no supe qué decir. “Yo no estaba solo en esto”. Hizo una pausa en la que pareció buscar la frase justa. “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos, escribió el Evangelista” agregó con calma.
»Dio una pitada larga, terminó el último restito del segundo vaso, un hilo miserable de caña, y siguió con el tercero, que tenía en fila, esperándolo. Paladeó con los ojos entrecerrados, envueltos en el humo azul. Apoyó el vaso, había tomado exactamente la mitad, no sé por qué lo noté, y siguió fumando con deleite, y se puso a mirar por la ventana como si yo ya no estuviera más ahí. En ese momento no le creía una palabra, pero me indignó la forma en que lo había contado. O quizá me irritaba que, tras haber finalizado el relato, me ignoraba por completo.
—¿Vos esperás que te siga escuchando, tío? —lo freno en seco. Va a decir algo, contrariado, pero sigo: —Entonces voy a traer otra cosa que ayude un poco; el mate no pega.
Busco fernet, soda, y nos sirvo dos vasos grandes. Por la ventana ya va a empezar a entrar la noche, pero prefiero no encender la luz.
—En qué estabamos —le digo.
—El viejo me ignoraba por completo —retoma—. “Si todo esto es cierto, es una mierda” le dije por fin. “Y usted tendría que estar en la cárcel”. Esperé que la frase hiciera efecto. Él fue devolviendo la vista hacia mí con parsimonia. “La cárcel” dijo. “La cárcel no me asustó en su momento, pibe, imaginate cuánto puede asustarme ahora”. “¿Entonces es cierto lo de Ushuaia?” le reclamé. “Seguís tomándome lección” se burló. “Preso en Florencio Varela, dicen, preso en Ushuaia, dicen. Lo de Ushuaia es divertido, eso sí. Que el tipo que compartió celda en el colegio con Ceferino haya compartido prisión, o casi, con Radowitzky, ¿no? Qué lástima que el Petiso Orejudo fue a parar ahí mucho más tarde, a lo mejor lo hubiera amansado cantándole tangos. El tratante de blancas cantándole al asesino serial. ¿Te imaginás?” En los ojos había una luz de sorna. “Igual, si ocurrieron, esas cosas le pasaron a Gardes, no a Gardel ni a mí”. Acercó la cara hasta dejarla casi pegada a la mía. El olor de vino viejo mezclado con el de caña nueva me abofeteó la nariz. La rajadura del rostro me abofeteó los ojos. “No le tiene miedo a la cárcel quien no teme las balas” masculló entre dientes. Y no supe cómo ni cuándo se había abierto las sucesivas capas de saco y camisas sobre camisas hasta mostrarme un nudo de piel, un pocito amarronado y fruncido en el tórax. “El plomo que hay acá adentro” dijo, “me lo metió el tío del Che”.
El tío Jorge hace silencio. Debe esperar que yo haga algo, que festeje sus ocurrencias, o tal vez que le discuta.
—¿Alguna de las cosas que dijo pasaron así? —le pregunto.
—Ah, no sé —me dice, como volviendo—. El que investiga sos vos. Averiguá —y ya le está apareciendo otra vez el brillito— y escribilo; o si no escribilo así nomás. Total, quién te la va a creer.
—¿Y así termina? —digo con desdén, para devolverle la gentileza.
—No. Después de eso, el viejo se recostó en el respaldo. Tragó de un tirón lo que quedaba de caña. De tener un vaso enfrente, yo hubiera hecho lo mismo. “¿Aprobé?” preguntó de pronto, y me pareció que ni en la voz ni en los ojos quedaba sombra de sarcasmo. La mano, siempre temblorosa, volvió a tocar el surco que partía la ceja. Se paró para irse.
»Señalé la cicatriz. “¿Y eso?” le dije. Lo vi dudar. Creí que podía volver a sentarse, que empezaría otra historia. Tambaleó. Dio un par de pasos hacia la puerta, y volvió. “En el final” dijo, “Dorian Gray apuñala la pintura, esa pintura en donde su rostro envejecía y se deformaba al compás de su perversión, mientras en el cuerpo la cara seguía intacta, frenada en el tiempo. Así muere, y se libera. Yo no tuve esa suerte. Mi condena es que no se puede morir dos veces”.
El que ahora agarra el vaso es el tío Jorge, y el fernet desaparece de un golpe.
—Antes de salir, la mitad de la boca, a un lado de la cicatriz que en su rigidez amortajaba la otra parte de la cara, sonrió. Yo había visto esa sonrisa. En cientos de fotos.


*octubre de 2012.
Cada uno de los autores convocados para el libro escribió un relato vinculado con un preso notorio (en este caso, dudoso) del Penal de Ushuaia.

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